Cookie, Tiki y Chapi
Siempre me gustaron los gatos, desde que tengo memoria fue así. Mi abuelita, en su casa, siempre tuvo al menos uno; el oficial, el que dejaba entrar y dormir en la sala. El que tenía nombre, cartilla de vacunación y permanecía por años. Pero, también alimentaba a los que llegaban a su patio. «Muchachitos con colita», les decía, cariñosa.
Siempre me gustaron. En mis primeros años, sin embargo, no dependía de mí la decisión de tenerlos o no. En algún momento de los años noventa, por las alergias de mi hermano, mi madre dio en adopción todas las mascotas de la casa… entre ellas un gatito que, afortunadamente, fue a quedar con mi abuelita.
Cuando fui adulta, mi familia se decantó por los perros. Cuando me casé, fue igual. Ni señas de volver a la compañía gatuna. Pasaron los años, me convertí en mamá… y, entonces, quedaron fuera de los planes las mascotas: la vida no me alcanzó para estar atenta de otro ser que no fuera mi cría.
Finalmente, en 2019, mi cría terminó la primaria y, en junio, le regalé una gatita que adopté de unos amigos de Facebook. Cookie, la nombró. Es una cálico menudita (la última de su camada), tan soberbia como huraña y adorable. Fue la primera en llegar y se cree la dueña de todo y todas.
En octubre de 2020, ya con siete meses en confinamiento por la pandemia, una amiga que se iba de la ciudad buscaba colocar a sus gatos, pues no podría llevarlos con ella. Hacía tiempo que pensaba en conseguirle compañía a la Cookie, así que adoptamos a la Tiki. Es una gatita blanca con gris, quizá, no mucho mayor que Cookie, pero fue rescatada por mi amiga luego de vivir en la calle y haber tenido, al menos, un par de camadas de gatitos. Llegó muy huraña; los primeros días no salía de su escondite salvo para comer y usar el arenero. Le tomó tiempo confiar. Hoy es mi compañerita de actividades: está conmigo en mis sesiones de Zoom, cuando grabo videos de Tiktok… o, simplemente, duerme a mi lado mientras veo la tele.
En 2022, regresando de unas vacaciones por los XV años de la cría, justo al volver de la guardería de gatos, con Cookie y Tiki en las transportadoras; fuera del departamento nos esperaba una pequeña gatita gris. Abrí la puerta y entró con toda la confianza del mundo. Nadie la reclamó. La nombramos Chapita, por ser la menor de las tres; hoy es la de mayor volumen, pero sigue siendo una bebé jugetona y encantadora.
Como mi abuelita, también alimento al Güerito, un gatito blanco que vive en el edificio y llega un rato, cada día, a comer y dormir una siesta. Ha sido un huesped respetuoso; un caballerito. Por eso es bienvenido… aunque las tres michis de la casa no lo celebren mucho, por decirlo de algún modo.
Si bien la vida era más simple antes de tener gatos en casa, debo reconocer que la compañía se agradece. Que nos ayudaron a mantener la salud mental durante los años de confinamiento. Sin mencionar que significan un eslabón valiosísimo que permitió mantener la conexión con la cría en sus momentos de adolescencia más adoloridos.
Son responsables, digamos, de mantener los niveles de dulzura en casa, aún cuando la vida se pone difícil, cuando las nostalgias, los miedos, la tristeza… Algo se recarga por dentro y resulta, de alguna manera, más sencillo seguir.
La imagen es de hace un par de años. Luego de la visita de mi madre, escribí:
Mi madre estuvo en casa ayer. Me observa en mi hábitat natural (con mi cría y mis 2 michis) y sugiere que debí tener otra hija. Que tengo mucho amor todavía. Dice.
Justo cuando estamos por iniciar gestiones médicas para despedirnos del útero que como única misión tuvo gestar (hace 14 años, por cierto) al ser humano que le voy a dejar al mundo.
—Y un puñado de miomas dolorosos—.
No sé si "debí" tener otra cría. No me aventuro en afirmaciones tan determinantes. Menos aún con la vida y el mundo y el tiempo... Me sé feliz así.
Pero, me conmovió la dulzura de mi madre, que me conoce el corazón.