Libros y otras cosas…
Como lectores, me parece, los libros llegan a nuestra vida en el momento justo. Ni antes, ni después.
Aunque de pronto, también, regresan [se te cruzan cuando tu mirada recorre —sin brújula precisa— las repisas de tus libreros] y entonces los descubres nuevos, espléndidos, plenos... quizás porque tu mirada, precisamente, lleva ahora algo [experiencias, saberes, sueños] que no llevó antes.
El punto es que, en el encuentro con las palabras, el texto difícilmente agota su capacidad de sorprendernos.
Me puede encantar esa sensación de enamoramiento estridente y gozoso, por libros que llevan años en tu biblioteca personal y que, de pronto, de la nada [o de un todo detonador de maravillas] se instalan, protagónicos, en tus horas, tu pensamiento y tu sonrisa.
En ese sentido, al comprar un libro, no es posible imaginar —en toda su maravillosa posibilidad— la riqueza que sus páginas dejarán en tu vida... ni aún después de una primer lectura... o segunda, o tercera. Así lo disfrutes locamente en un primer encuentro, no puedes saber si a la vuelta de un par de años, o diez, ese libro vuelva a sacudir tu vida, tus emociones, tu entendimiento. Esa es la delicia que guardan entre sus pastas, suaves o duras, cada uno de los libros en cada uno de los estantes de todo el mundo.
El autor tampoco lo supo, en su momento. Pero así es.
Lo mismo que una jamás pudo imaginar que una fotografía tomada hace más de 6 años, encuentre ahora su razón de ser... su para quién.
Así las cosas... hoy desperté con libros en la cabeza (es metáfora, claro).