Disfraz

Nací en 1976. Llegué a Tijuana en 1978. Mis años de infancia —lo que recupera mi memoria— fueron aquí, en esta ciudad fronteriza. Me formé en escuelas públicas. De los días de preescolar y primaria, tengo claro, jamás una celebración de día de muertos. Puedo decir, casi con certeza, que fue lo mismo en secundaria y preparatoria: ni catrinas ni altares. 

Aquí, desde principios de octubre, lo que esperábamos con emoción era el Halloween. Salir a las calles del barrio a tocar puertas con el tradicional «triki-triki» a grito vivo en los labios. Así, nada de «dulce o travesura» o «treat or trick». Lo nuestro era el «triki-triki», hasta llenarnos las bolsas de dulces que disfrutaríamos con urgencia —y llenos de orgullo por el botín— desde esa misma noche.

Y, debo decir, otro elemento que siempre me causó gran gozo fue el disfraz. ¡Qué cosa tan fascinante ser alguien más! Sí, los primeros años, fueron los padres quienes proveían —a su criterio— el tan esperado regalo (la máscara y alguna prenda en conjunto que se conseguían en las tiendas). Conforme el tiempo pasó, nosotras mismas ideábamos el personaje y la estrategia para convertirnos —por una noche— en él.

Algo de ese gusto, supongo, me llevó en la prepa a cursar un semestre del taller de teatro. A representar personajes en alguna puesta en escena, ataviada con vestuario, pelucas, maquillaje… Incluso hoy, dado mi cotidiano gusto por andar la vida en pantalones, el simple hecho de enfundarme en un vestido me provoca esa sensación de ser alguien más… ¡y vaya que lo disfruto!

Ante las críticas por las celebraciones híbridas en la frontera —o, peor, los discursos que atribuyen a oscuras prácticas el festejo gringo—, sonrío prudente y llena de una dulce nostalgia por aquellos días de «triki-triki». ¡Porque eran risa, dulce y fiesta! ¿Y qué mejor cosa puede haber, así tengas 6 años… o 47?

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Noviembre 2023

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